Recordar es vivir, pero también es traer a memoria aquello que dejó una marca en tu vida. A veces al llegar la noche llega a mi mente cuando era pequeña y los días que no asistíamos a la iglesia hacíamos el altar familiar. Nunca olvido que, entre las cosas que hacíamos, orábamos 15 minutos. Al punto de que si había alguien de visita en la casa, tenían dos opciones: arrodillarse con nosotros o irse.
Mi papá, Luis Blancovitch González, era una persona muy recta y dedicada a hacer, sin reparos, aquello que le ponían en sus manos para hacer. Cuando éramos pequeños mami era la maestra de los niños y él (papito) muy diligentemente era su ayudante, quien le buscaba a todos los niños y los llevaba a la iglesia en su guagua personal. En la iglesia velaba por el orden de aquellos niños y luego los devolvía a sus casas. Tiempo después, enviaron a mi papá a pastorear una iglesia con un edificio muy cerrado y en malas condiciones. ¡Qué mucho lloramos al principio, pero qué mucho llegamos a amar ese lugar! Cómo olvidar que aunque era el pastor y se ocupaba de predicar, mi papá también era maestro de la escuela dominical. Un día le dije: “Papito, quiero dar clases a los adultos.” Él me respondió: “No hay problema, solo tienes que tocar los puntos más importantes que yo te voy a escribir.” Todos los domingos por la mañana me daba la lista de aquellos puntos que tenía que discutir con el grupo. Al principio me molesté porque entendía que dudaba de mi capacidad, pero luego pude darme cuenta de que solo cuidaba el rebaño que habían puesto en sus manos para pastorear. Arregló aquel feo lugar donde nos enviaron a pastorear, y luego comenzó a buscar otro lugar para comprar. Lo encontró y luego de muchos trámites construyó una hermosa casa a Dios. ¡Era la más hermosa para nosotros!
Pasó el tiempo, y comenzamos a darnos cuenta que algo estaba pasando. Ese héroe —a quien hoy extraño, después de siete años de partir con el Señor— comenzó a repetir cosas, y comenzó a olvidar. ¿Qué estaba pasando? Una terrible enfermedad que desconocíamos, llamada Alzheimer’s, nos visitó. Sí, llegó, y lo atacó a él, a mi papito. A pesar de que repetía y olvidaba las cosas, nunca olvidó que había que orar; incluso, todos los días le dedicaba 2 horas y 40 minutos de su día al Señor en oración. Aun así, seguía decayendo su salud. Los jueves bajaba a la iglesia y me decía: “Noraida Junior, ¿tienes algo para compartir a la iglesia hoy?” Yo siempre le decía: “Sí, claro que sí.” Desde que comenzó a hacerme esa pregunta, jamás volví a llegar a la iglesia sin un mensaje preparado. Pasaron los días y todos sufríamos las consecuencias de esta terrible enfermedad. Para ese entonces mi esposo era su pastor asociado, y mi papá en privado le daba instrucciones que luego desautorizaba frente a la congregación. Fue un proceso difícil, pero de mucho aprendizaje para aquellos que estábamos cerca de él. Fueron días oscuros y de muchas preguntas sin contestación, pero nos mantuvimos siempre agarrados de las promesas de Dios. Llegó el día en que mi papá decidió renunciar a su cargo como pastor. La congregación que mi papá había levantado y pastoreado con sudor, lágrimas y con su propio dinero, solicitó que nosotros, mi esposo y yo, permaneciéramos como sus pastores. Así comenzamos esta hermosa travesía que llamamos el ministerio.
Pasaban los días y la enfermedad avanzando. Mi papá en ocasiones ya no recordaba mi nombre. ¡Y qué mucho dolía pensar que mi héroe se había olvidado de mí, de su única hija! Entonces de repente entraban las nenas (mis hijas) a donde él estaba y a ellas sí las recordaba. ¡Oh Dios, qué difícil es cuando sentimos que el mundo se nos viene encima, cuando pensamos que nos ahogamos, y cuestionamos a Dios! ¿Por qué permites que le pase esto a tus hijos? ¿Tú no dices que nos amas? Nuestro corazón se aprieta y llega la duda a nuestra mente, pero también llega una voz del cielo que nos dice: (Inserte su nombre aquí), tranquila(o), “Yo estoy contigo, no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré y siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia“. (Isaías 41:10-13)… y recibimos paz. ¡Qué hermosa promesa y palabra para descansar en nuestro Dios! Por otro lado, tenía a mi mami sufriendo por el proceso, llorando, consumiéndose en silencio sin saber qué hacer. Mucha gente se ofrecía a ayudar, pero luego se alejaban porque era muy fuerte. Solo nosotros, sus hijos, nuestros cónyuges y los nietos quedábamos al final. Nosotros, y una palabra. Sí, esa palabra que nos decía: “Echando toda nuestra ansiedad sobre él…”, “No he visto justo desamparado…”
Disfruto de una hermosa herencia, una herencia de pasión, entrega y compromiso, pero también de dolor. En mi papá ya no había recuerdos, y si los había, eran protagonizados por caras irreconocibles. Pasan los días y mis chicas, Yadheera Noríe y Yareethza Noríe, comienzan a crecer y a desarrollarse, y cada gesto y acción vienen ligados a esa herencia. Sus dos abuelos eran pastores y amaban con pasión el ministerio, y la gente decía que ellas lo heredarían (aunque eso no se hereda). Ambas decían, al igual que su papá (mi esposo): “Todo menos el pastorado”, pero sus corazones fueron afinándose y sincronizándose con el corazón de Dios. Entonces recuerdo que tanto Yadheera como Yareethza comenzaron a amar lo que sus abuelos, sus papás, y sus tíos aman: servir al ministerio. ¡Una herencia viva! ¡Cuánto ama esta familia servir, cantar y predicar!
Discúlpenme. No es orgullo; es que vivo enamorada y agradecida de cómo Dios dirige nuestras vidas. Cuando ellas nacieron, nosotros, como todos los padres, las dedicamos al Señor, y desde ese momento yo vivo pidiéndole a Dios que dirija sus pasos y que guarde su corazón. Hoy levanto mis manos al cielo por la hermosa herencia que recibieron mis hijas y cada uno de mis sobrinos. Cuando escucho a Yadheera Noríe hablar del Señor y a Yareethza Noríe cantar las canciones que sus abuelos cantaban, mi corazón se regocija.
Sé que hay más cosas reservadas para todos aquellos que tienen en su sangre algún vínculo con estos dos príncipes hermosos de Dios, mi papá —quien hace siete años está en la presencia del Señor, y mi suegro, el Pastor Linardo E. Báez —quien hace un año y cinco meses también se mudó al cielo. Oro que cada uno de los que les conoció añore vivir como ellos. Por el lado de mi familia somos cuatro hijos, doce nietos y hasta biznietos, y por el lado de mis suegros, son cinco hijos, y nueve nietos.
Cada día atesoro ese depósito que recibimos de los patriarcas y anhelando que cada uno de los que se ha alejado del Señor, aún en su último momento, pueda salvar su vida.
¡Gracias, Dios, por tan hermosa herencia!
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Comentarios
Luisito
Muchas gracias Pastora Nory por esta historia. Por mantenerse firme a las promesas de Dios. Sé que seguirá cosechando abundantemente los buenos frutos que ha sembrado. Y su familia también.
Gracias por cuidarnos y enseñarnos el ministerio de la familia.
Bendiciones 🙏🙏
😘